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ROMANCE DEL CONDE MUNIO

 

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En una elevada peña, situada junto a Tremaya;
en el valle de Pernía, que el claro Pisuerga baña;
Desafiando a las nubes, a que en altura se iguala;
el fuerte castillo estuvo do el conde Munío habitaba.

Ya quedan pocas señales en el sitio que ocupara;
pero fue en remotos tiempos fortaleza inexpugnada.
Con sus muros y sus torres por almenas coronadas,
seguro asilo ofrecía al señor de la comarca.

Que de tan notable altura sus dominios divisaba,
viendo sus pueblos dispersos entre cerros y montañas.
Los Llazos miraba al frente junto al peñasco Tremaya,
y allí cerca los tres barrios de Redondo contemplaba:

En medio Santa María, San Juan a la bajerada,
y por cima San Martín, que después se despoblara.
Más lejos Lores veía, do la nobleza habitaba,
y una humilde casa en Vegas, camino de Sierras Albas.

Areños y Camasobres cerca de allí se encontraban
y hacia el norte Piedras Luengas, sólo de hidalgos morada.
Más al sur San Salvador, y a su inmediación Lebanza;
el campo al lado, y no lejos de Santiago la explanada;
donde se alzaba el santuario del viejo patrón de España,
primero que hubo en Pernía, después de reconquistada.

A otro lado Polentinos donde la vista no alcanza,
y Vañes y Villanueva hacia la parte más baja.
Carracedo más arriba, que entonces poblado estaba,
y hoy sólo y yermo se ve en poder de gente extraña.

A la espalda del castillo verdes montañas se alzaban
situadas en noble tierra, que de Pernía es hermana.
Era la Castillería, cuna de gentes honradas,
que más tarde el fuero altivo de Sepúlveda alcanzaba.

Libre este valle vivía, sin yugo que le pesara,
pues según la historia cuenta a sus señores nombraba.
Mas hubo tiempo también, en que su cerviz doblara,
sometiéndose al dominio de personas encumbradas.

Y tal había sucedido en la edad afortunada,
en que aquel ilustre conde estos valles gobernara.
Tranquilos en sus contornos varios pueblos encerraba,
con San Felices en medio, y allá en el norte Celada.

De otra parte Roblecedo, que sin gente se quedara,
y cerca de él Herreruela, y más lejos Estalaya.
Y escondido al occidente, en situación muy galana,
al pie de enhiesto collado también Verdeña se hallaba.

A estos y otros varios pueblos de las próximas comarcas,
se extendió en mejores días la merindad perniana,
comprendiendo en su recinto a la villa cerverana,
con Pineda, San Martín, y la Pisuerga inmediata,

y parte del monte Vinnio, a cuyos pies fue fundada
por Munio Núñez y Argilo la villa de Brannia y Ossaria;
allí donde los guerreros de la heroica y fiel Cantabria
contra Roma pelearon en defensa de su patria;

tiñendo con noble sangre la corriente de las aguas
del Rubagón, que en el día por entre el carbón resbalan.
Conviene agregar por fin que ella en conjunto lindaba
con Poblaciones, Campoo, Santullán y sus montañas;

con el Alfoz de Aguilar, la Ojeda y la tierra de Alba,
con Castrejón y la Peña y la Liébana o Libania.

II

Conocido así el terreno, donde el suceso pasara,
es tiempo ya de contarle, según la historia le narra.
Hace de esto muchos años, como que entonces finaba
la existencia del Condado, cuya cabeza fue Amaya,

pasando a Sancho el Mayor de la casa de Navarra,
y después al gran Fernando, que el regio manto alcanzara,
y el cual compartió su trono con la reina Doña Sancha,
por quien León se vio unido a la tierra castellana,

después que murió Bermudo, último especial monarca,
de aquella ilustre corona que tanto ensanchó a la patria.
El Cid Campeador entonces su ilustre vida empezaba,
preparándose a llenar los campos con sus hazañas.

Todo esto aquí referido, para fijar nuestra marcha,
en la primera mitad del siglo onceno pasaba.
Ocurrió pues, que en Pernía famoso conde mandaba,
por sus hechos conocido en toda la noble España.

Llamábase Munio Gómez, aunque en Bustio le trocara
la tradición desde antiguo por el pueblo conservada.
Hijo fue de Gómez Díaz, noble conde de Saldaña,
nieto de Diego Muñiz, que igual condado gozara.

Su madre fue Mumadona, hija bella y apreciada,
del conde Fernán González el que a Castilla encumbrara.
Su bisabuelo paterno fue don Munio de Saldaña,
y por parte de su madre su ilustre línea enntroncaba.

Con el gran Nuño Rasura, aquel que en época aciaga
fue uno de los buenos jueces de Castilla soberana.
Estaba soltero el conde y aunque ya lo reclamaban
su edad y su noble alcurnia, en casarse no pensaba.

Hasta que vio una doncella joven, apuesta y gallarda,
nacida en tierra leonesa, de ilustre y regia prosapia,
hija de Doña Adosinda, rica señora asturiana,
y de Favila Fernández famosos por sus hazañas,

que hasta hizo cara a Almanzor, cuando con pasión insana,
aquel feroz musulmán por nuestras tierras entraba.
Esta niña candorosa fue, pues ocasión y causa
de que el conde Munio Gómez todos sus planes cambiara.

Prendose de su hermosura y de sus virtudes raras,
y hacia el año mil y veinte en matrimonio se enlazan,
sin que sirviera de obstáculo la diferencia marcada
de edad que entre ellos había, cuando su unión celebraran,

pues nacida el año mil ella unos veinte contaba,
y el conde, a mi parecer, esos años triplicaba.

III

Era Munio caballero de fuerte brío y pujanza,
de varoniles arranques y una conducta sin tacha.
Religioso y justiciero, a su patria idolatraba,
y más de una vez los moros huyeron ante su lanza,

cuando con fieles vasallos nacidos de sus montañas,
fue a combatir por su ley, siguiendo la enseña santa,
en unión de sus hermanos Garcí Gómez de Saldaña,
y Velasco y Sancho, condes que en edad le aventajaban.

Con las fieras de sus bosques en tiempo de paz lidiaba,
sin miedo a los jabalíes, ni a los osos ni a sus garras,
cazando además tasugos, lobos, raposas taimadas,
gatos monteses, mustelas, garduñas, turones, martas,
con los corzos y rebecos y ciervos de grandes astas,
liebres esquilos y erizos, y nutrias de anfibia raza,
perdices y codornices y palomas irisadas,
faisanes, aves de presa, y otras varias alimañas.

Y Doña Elvira Fagilaz, que así la esposa se llama,
era dechado perfecto de las mujeres cristianas,
de esbelto talle, ojos negros, gracioso andar, tez muy blanca,
de regular estatura y una belleza extremada.

Afable con sus criados con sus vasallos muy llana,
caritativa y humilde a los pobres consolaba.
En su castillo vivían; felices se contemplaban
los dos esposos unidos en vida ejemplar y santa.
Descendiendo algunas veces, por la espina paseaban,
sus dominios recorrían, y al castillo regresaban.

Desde allí toda Pernía con la vista registraban,
y en ver sus montes y valles sin cesar se recreaban.
Vieron alzarse las nubes del pozo de Curavacas,
vieron asomar la niebla de allende la Peña Labra,
saludando con respeto la cruz que entonces se alzaba
en el cerro del Ulago, entre el Campino y la Cuarca.

Vieron pastar los ganados en las laderas cercanas,
desde Valmián a Hordejón, del Hayedo a las Estradas.
De Peñas Negras arriba nada oculto a sus miradas
pudo quedar, pues dominan cerros, vegas y hondonadas.
Mirando a sus pies del río veían las dulces aguas,
que en continua corriente desde el Coble caminaban,
surgiendo allí al aire libre después de ir aprisionadas
bajo tierra desde el Hoyo, que Saldelafuente llaman,
no lejos del Cobarrés, do el Rey Casto se albergara,
cuando perseguido huía de los intrusos monarcas.

Añosos Robles contemplan y sierras muy elevadas,
que de nieve en el otoño pronto se ven coronadas,
siendo notable entre todas, el pico de las Tres Aguas,
que vierte al Mediterráneo y al mar de Atlante y Cantabria,
y además Valdecebollas, que los geodestas enlazan
con el pico de Espigüete y con la Peña de Amaya.

También risueñas praderas, do límpidas fuentes manan,
aperciben de su altura junto a tierras cultivadas.
La vida pasan dichosos, aliviando las desgracias,
y haciendo bien a sus gentes, que a los dos les idolatran.
En medio de esta su dicha sólo una cosa les falta
que es tener algún hijo, en quien ambos se adoraran.

IV

Pero el destino fatal, que envidioso les miraba,
quiso acabar su ventura de los celos con el arma.
El conde Munio hasta entonces en su esposa confiaba
conociendo su cariño y fidelidad probada,
hasta que las apariencias malamente interpretadas,
y también bajas intrigas que tramó gente villana,
del conde en el pecho encienden pasión feroz y bastarda,
que a su amor sustituyendo le inspiró sed de venganza.
Y no obstante las virtudes de su esposa siempre honrada,
su obcecación le condujo a cometer una infamia,
contribuyendo tal vez a este fin la circunstancia
de diferencia de edades, anteriormente expresada.

Mal informado creyó que del deber olvidada,
A desórdenes impuros Doña Elvira se entregaba.
Primero duda cruel apoderose del alma,
después, furioso, a la ira en su corazón dio entrada.

Y aunque a veces su conciencia ¡Es inocente¡ gritaba,
estos gritos no escuchó su razón extraviada.
Así que, a pesar de todo, y sin pararse a observarla,
con extraña ligereza juzgó a su esposa manchada,
y convirtiendo en furor el amor que atesoraba
de su imaginaria afrenta quiso vengarse con saña.

Escogió tremenda noche, en que en tempestad estalla,
En que la luna se oculta, y el ronco viento silbaba.
Cubierto se hallaba el suelo de una reciente nevada,
que fue por el triste invierno cuando estos hechos pasaran.

Era intensísimo el frío, y sin parar torbelaba,
grandes hielos peligrosos, por doquier se observaban.
A la media noche el conde su venganza preparaba,
cuando todos recogidos en el castillo ya estaban.

No le detiene el rigor de aquella estación tirana,
ni el viento que airado sopla, calma su frente abrasada.
Dispone una mula ciega, vieja, coja y también falsa,
sobre ella pone a su esposa y del castillo la lanza.

Dala por guía y apoyo sorda y muda una criada,
y hace marchar a la mula descendiendo la montaña.
Por camino inaccesible hasta a rebecos y cabras,
por sitios donde siquiera ni las mismas fieras andan,
por riscos do sólo posa en ocasiones el águila
que tiene altiva su nido en la Peña de las Grajas,
por do jamás anduvieron de hombre atrevido las plantas,
ni las hierbas despuntaron nunca las ovejas mansas.

Por allí cruel el conde a la mula encaminara,
con el fin de que su esposa sucumbiese despeñada,
y cayendo sus despojos del Pisuerga entre las aguas,
ya nunca más aparecieran restos de la infortunada.

V

Mas ¡Oh prodigio¡ Dios vela por Doña Elvira la santa,
que nunca Dios abandona al que en peligro se halla.
La esposa del conde Munio inocente y pura estaba,
por lo cual la Providencia había resuelto salvarla.

Y entre los mil precipicios que la mula atravesara
hasta descender al llano desde la peña empinada,
ni una sola vez tropieza, y por la parte más agria,
desde el peñasco hasta el río baja con su doble carga,
dejando allí para muestra del suceso que pasara,
en varios puntos visible, la señal de sus pisadas.

Durante el peligro, humilde Doña Elvira resignada,
con fervor se encomendó a Dios y a la Virgen Santa.
Viéndose a salvo después lo primero fue dar gracias
al Rey de cielos y tierras, que su ayuda le prestara.

Luego marchó valle abajo siguiendo el curso del agua,
y al llegar a un pueblecito, que junto al río se alzaba,
al atravesar un puente que al pueblecito guiaba,
empieza a dar grandes voces la sorda y muda criada,
alabando a Dios eterno y proclamando muy alta
la injusticia de su amo, la inocencia de su ama.

Esto ocurrió ante las gentes, que a su paso se agolparan,
al tiempo que el sol radiante por los cerros asomaba,
y por esta causa el pueblo, donde la muda cantara,
y que hasta allí se decía San Salvador de Tremaya,
en Cantamuda trocó el nombre que antes llevaba,
y así sigue, aunque en el día lo adultere la ignorancia.

En tanto el conde en su altura frenético paseaba
sin poder estarse quieto ni recogerse a su estancia.
Desesperado intentó clavarse su propia espada,
para acabar con la vida, los sufrimientos del alma;
mas le contuvo algún ángel, para que no se matara
con el fin de que después arrepentido llorara.

Allí de pies y sin sosiego llegó a sorprenderle el alba,
mirando si entre las peñas algún bulto divisaba.
Crueles remordimientos cual fantasmas le acosaban,
al tiempo que en Cantamuda en triunfo su esposa entraba,
y que el pueblo reconociendo el milagro que se obrara,
en su querida condesa un ángel puro mirara.

Al saber el conde Munio tales prodigios, el alma
se le conmueve y se postra de Jesucristo a las plantas.
Luego parte como un rayo a do está su esposa honrada,
y llega impaciente a ella, osando apenas mirarla.

Pide perdón muy humilde a Dios y a su Elvira amada,
y contrito y pesaroso vierte lágrimas amargas.
Mas la noble Doña Elvira no desoye sus palabras,
y le acoge cariñosa y le perdona sus faltas.

Entonces arrepentido una iglesia el conde labra,
para que reciba culto la Virgen Inmaculada,
aprovechando al efecto la existencia bien probada
de un santuario muy antiguo, media legua de Lebanza.

Fue esta una ilustre Abadía de monte y peñas cercada
con jurisdicción exenta, coto propio y buena casa,
la cual en el siglo XII otro conde mejorara,
señor de grandes estados que en Polentinos moraba,
llamado Rodrigo Gustios, quien después de sus campañas
victoriosas contra el moro, al fin allí se enterrara,
lo mismo que su mujer y un hijo que le quedaba
de tres que tuvo, y murió cuando aquel siglo expiraba.

Conservóse en la Abadía la regularn observancia,
por muchos años, más hoy, se encuentra ya muy cambiada,
pues, aunque mil privilegios nuestros reyes la otorgaran,
de la destrucción moderna nada ha bastado a salvarla.

Carlos III a su costa cuidó de reedificarla,
mas se interrumpió su culto desde la atroz francesada.
Y luego cual cosa vil, pasando a manos extrañas
se vendió aquel lugar santo, do la Virgen se adoraba,
y sus imágenes todas, viéndose tan solitarias
procuraron refugiarse en las parroquias cercanas,
quedando allí únicamente las tres tumbas veneradas,
que profanadas se han visto por la codicia insensata.

Otra iglesia la condesa en Cantamuda fundara,
dedicada al Salvador que en sus penas la amparara,
y la cual para recuerdo de la ocurrencia pasada,
mira con su tripe ábside a la peña de Tremaya.

Pura y sublime es la fe, su arquitectura románica,
que subsiste todavía, pero muy estropeada.
Glorias tuvo y mereció distinciones señaladas,
de pródigos la otorgaron obispos, reyes y papas,
contando entre sus pastores, para que más la ilustrara,
al infante don Felipe, hijo del santo monarca,
que al propio tiempo obtenía la dignidad elevada
del arzobispo de Sevilla por su padre conquistada.

Aún este templo se ostenta luciendo su antigua fábrica,
aún se conserva la iglesia pero ya no es colegiata,
que viéndose decadente, pobre y casi abandonada,
suprimióla el Concordato aunque de hecho ya lo estaban.

Allí descansan los restos de Doña Elvira la santa,
mientras los del conde Munio no se sabe donde paran.
También se conserva el puente do cantara la criada,
y allí está firme y soberbio para perpetua enseñanza.

Cantamuda alcanzó fueros y libertades muy amplias,
que se les dio la condesa siendo de edad avanzada.
Llegó a convertirse en villa, y estuvo un tiempo en bonanza,
y el obispo de Palencia, don Luis Cabeza de Vaca
En el siglo XVI construyó el rollo de su plaza,
como señal de que allí justicia se administraba,
Y no contento con eso, la dio por siempre sus armas,
tomadas de su apellido, que en el rollo están grabadas.

Porque ya de tiempo atrás la Pernía disfrutaban
los prelados palentinos, que en su condado alcanzaran.
También por aquel entonces fundó para más honrarla
el hospital que en la villa de la Concepción llamaban,
el buen Diego Colmenares, que en la colegiata estaba
de canónigo; mas hoy no queda de su obra nada.

Continuó así Cantamuda viviendo bajo la guarda,
del noble alcalde ordinario que el Diocesano nombraba,
y cuya jurisdicción a Casavegas llegaba,
quedando también Areños subordinado a su vara.
Otros tiempos más contrarios han venido a perturbarla
en su adelanto y por eso perdió toda su importancia.

Además que los franceses, con fría y salvaje calma,
durante gloriosa lucha prendieron fuego a las casas,
y aunque después los vecinos procuraron restaurarlas,
hay algunas todavía por el suelo derrumbadas.

Esta es la veraz historia de Doña Elvira la santa,
que con el conde su esposo muchos pueblos gobernara.
Su recuerdo se conserva entre las verdes montañas
de la Pernía, y en la noble Castillería su hermana,
y en los montes y en las peñas, y del Pisuerga en las aguas
todavía se oye el eco que sus virtudes ensalza.

Yo a los pernianos cuento esta tradición sagrada,
que recogí siendo niño de los labios de una anciana.
Que no la olviden quisiera, que a sus hijos la enseñaran,
y que la moral que encierra en sus pechos inculcaran,
para que jamás olviden los hijos de estas montañas
que en su humildad y pobreza grandes tradiciones guardan,
y para que confiados en protección sobrehumana
sepan morir si es preciso por su Dios y por su patria.

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